12 de junio de 2009

La página 45


Dicen que esta historia cruzó el mar allá por el ‘49. “Allá donde crecen los gitanos”, como solía decir mi abuela, con esa voz que callaba más de lo que decía. Todavía recuerdo el día en que tropecé con esta historia.

Ciertas tardes, cuando lograba escaparme del taller que mi abuelo tenía, donde arreglaba zapatos, donde nunca pude aprender el oficio, pegar una suela era todo un desafio y mi abuelo que era más astuto de lo que yo creía, ensayaba silencios o distracciones que daban vía libre a mis huidas. El destino era la gran biblioteca que habitaba el salón principal de la casa.

Experimentaba el goce particular de inspeccionar con mis dedos cada estante, al menos a los que llegaba. De un extremo al otro, las yemas de mi mano izquierda rozaban los condescendientes lomos de los libros. Lo hacia cada vez, aunque casi podía recitar de memoria aquella empalizada de libros.

Por mi tacto pasaban Crimen y castigo, El lobo estepario, El origen de las especies, una edición empolvada de la Biblia… al costado de los de Física, descansaban los de Filosofía.

A esa edad la percepción que tenia de la biblioteca era desproporcionada, casi épica, me parecía que se estiraba hasta el techo. Hoy al reencontrarme con ella comprendo, no sin cierto pudor, que no llegaba a los dos metros.

Recuerdo el final de esa etapa pre adolescente como el comienzo de la literatura en mí. La literatura es algo que sucede a muy temprana edad, uno no sabe lo que es.

Con el correr de los años fui haciéndome cada vez más inútil en el arte que mi abuelo realizo por años y que fue sostén de nuestra familia. Él, quien bien sabía de mis escapadas, me heredó la biblioteca con toda esa población de libros que mis manos habían estado visitando desde hace más tiempo del que puedo dar testimonio.

Cada vez que podía tomaba de rehén un libro y me iba a un bar que estaba a unas cuadras de casa. Gustaba tomar un café mientras indagaba las páginas que me alejaban del lugar.

Por ese entonces los bares acostumbraban acompañar los cafés con masitas y unas pequeñas tarjetas que traían calendarios de un lado y del otro, una foto de su fachada en sus mejores épocas.

No era un bar muy concurrido, pero tampoco de mala muerte, era de barrio, como a mi me gusta.

Cada tanto un auto despertaba la calle para luego perderse en las entrañas de mi ciudad. En ese momento, el bar lo compartíamos dos señores y yo. Uno se encontraba en una mesa cerca de la pared y el otro próximo a la puerta de salida. Este último me llamo la atención, pues se veía algo nervioso, acogotaba una servilleta entre sus manos y el ruido comenzaba a interrumpir mi lectura, me sacaba del purgatorio de Dante y me devolvía al bar.

Pero antes de llegar al infierno, este asesino de servilletas se levantó tirando la silla y, al trastabillar con algunas mesas, logró irse.

Miré su mesa, que estaba relativamente cerca, y comprobé que se había olvidado sus pertenencias: una agenda y un turbante. Me incorpore y me dirigí a buscarlos para dar aviso a este señor pero para cuando llegué a la calle, esta seguía tan dormida como siempre.

Indagué su agenda para encontrar algún dato sensible de la persona, así podía ubicarla. Pero no contenía nada, estaba totalmente vaciá, salvo por una pagina que interrumpía el blanco de las hojas.

Confieso que aquello que estaba escrito me perturbó un poco. Si bien era un listado de libros que nada tenia de extraordinario, al lado de cada título estaba escrito un número de página y columna; con su numero de edición y año correspondiente. Todos los libros estaban tachados, a excepción del ultimo, era la Biblia.

La noche era una constante y el frío lunar empujaba a los transeúntes a buscar refugio en sus casas.
Camino con la agenda, perdido en mis pensamientos ¿Qué significaba ese listado? ¿Algún tipo de mensaje secreto, quizás?

Cuando llegué, comparé la lista con otra que mi abuelo había hecho de su biblioteca, solo para ver si era el afortunado poseedor de alguno de esos libros. Mi inquietud se acrecentó cuando comprobé que la edición de la Biblia que aparecía en la agenda era la misma que yo tenía.

Todo estaba tranquilo cuando el viento entró en la casa y crispó el lugar, las cortinas de flores perdieron su encanto y se convirtieron en tentáculos incontrolables.

Posiblemente la oscuridad hizo más fuerte el ruido que provenía del salón principal. Me acerqué con sigilo, la ventana rugía y se tragaba toda solemnidad que antes reinaba en el lugar. Corrí a cerrarla. Al darme vuelta, comprobé que la Biblia había desaparecido, ni el polvo había quedado.

Desde ese día nunca mas pude encontrar una que correspondiera con esa edición. Mi obsesión llego a tal punto que me había propuesto buscar todos los libros de la lista, tal vez eso me ayudaría a comprender lo sucedido.
Recuerdo mi primer hallazgo, se encontraba dentro de un libro de Goethe, El fausto: “Me ataron una culpa al corazón”. El segundo pertenecía a una edición de 1949 de El libro de los muertos de los egipcios, al terminar el poema que permite, una vez muerto, convertirse en ave fénix decía: “Las ruinas del mundo pisadas por un sueño”.

Mi búsqueda terminó con el anteúltimo libro de la lista, Las mil y una noches, la única edición que la Biblioteca Nacional tenía.

Y por más que preguntara donde preguntara, la Biblia se me seguía negando.

Intente buscar esa frase en otras de distintos años, pero no encontraba más que frases sin sentido, hundidas por un punto en medio, no tenían el estilo de las frases de los demás libros de la lista.

Un día, con el tema casi olvidado, me encontraba en el bar donde todo comenzó. Mi lectura de esa vez era El aleph. Para no perder la costumbre, pedí el café de siempre y me adentré en la casa de Asterión, me dejé seducir por aquel punto en donde cabía todo y termine en la piel de Ema Zumz después de obtener aquel dinero; justo antes de asesinar al asesino de mi padre, un mozo me sacó de aquel mundo e intentó disculparse, ya que tenia instrucciones explicitas de darme un paquete ni bien pasaran 45 minutos de llegado al bar.

El paquete tenía mi nombre y apellido. Dudé un segundo y me dispuse a deshojar el envoltorio. Era la Biblia, la de mi abuelo, la mía.

Me levante de allí, dejando el dinero, y me dirigí a mi casa para buscar la agenda, al fin la búsqueda había terminado.

Pero al indagar por la página en cuestión que, irónicamente, era la 45, me lleve la sorpresa que no estaba. La habían arrancado. Al compararla con otras biblias comprendí por que era tan especial. Sin esa hoja, la Biblia de mi abuelo y las demás eran exactamente iguales. Ya que la hoja siguiente, o sea la 47, en todas las otras biblias era la 45. Era la única que había sido impresa con una hoja de más.

Imagino que en algún lado alguien ha logrado descifrar un código secreto, se libró de alguna maldición o simplemente, terminó algún tipo de juego literario.

Mientras tanto, aquí, la Biblia regresó de donde nunca se tenía que haber ido, al segundo estante, para volver a llenarse de polvo.

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